4 years ago

Capítulo Dos: ¿Quién es Alan Roy? — Jardín de Amapolas

¿Quién es Alan Roy?


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Si me lo preguntan, creo que Alan nunca fue el chico atractivo de algún grupo social porque jamás se interesó en serlo. Se deslizaba entre las personas como si pudiera volverse una sombra entre el resto y de su boca solo colgaban vestigios de sonrisas amargas y, por ser amargas, eran baratas. Le gustaba estar encorvado sobre la barra del club —en silencio—, observando y riéndose insensiblemente de los problemas ajenos. Su lengua solía ser más rápida que la parte racional de su cerebro, por lo cual terminaba soltando lo que por ella pasaba sin detenerse a considerar dónde y cuándo pronunciaba improperios.

Sus ojos nunca variaban su intención —la cual era una fingida dominancia y control—. Podían lucía hermosos y vibrantes, pero era solo temporalmente. El resto del tiempo eran el verde más insípido y gélido que podría asustarte e inhibirte de hacer travesuras por más inocentes que fueran. Solía entornarlos fijamente hasta sacar el aire de tus pulmones, alzaba la barbilla haciéndote sentir inferior y torcía los labios como si por su mente pasaran numerosas formas de acabar contigo sin tener que tocarte ni un solo cabello.

Así de perverso y sutil era la presencia de Alan Roy.

Como una sombra de ojos hermosos.

Como un fantasma sin vida previa a su muerte.

Como si quisiera decirte que todo lo que es —y será por el resto de su vida— no es más de lo que observas al otro lado de la barra: un incorregible desastre de sonrisas atractivas y malintencionadas.

Y, a pesar de eso, seguía conservando ese algo que lo resaltaba entre el resto.

—Yo creo que deberías llevar la vida con más calma,—Bonnie frunció el ceño desaprobatoriamente, aunque, siendo justos, ese parecía ser el único gesto facial que tenía.—no puedes solo saltar de cama en cama y de fiesta en fiesta como si no hubiera consecuencias.

Bonnie olía sentirse responsable de Ingrid y de mi. De las tres, ella era la más determinada y centrada, muy meticulosa y astuta. Por eso, quizás, consiguió hacernos encajar en su vida: por su instinto controlador y su necesidad de reparar nuestros desastres.

Todos pensaban que era tímida y sumisa pues aparentaba muy bien ese perfil: tenía el cabello ondulado siempre peinado en ondas perfectas y correctamente armados, su piel tostada era tersa y suave como producto de una buena alimentación y estaba reacia a sustituir sus lentes de pasta gruesa y negra por unas lentillas que resaltaran sus castaños y vivaces ojos. Pero no, Bonnie era cascarrabia y un poco bravucona si no pronunciadas correctamente los acrónimos de algún eslogan publicitario.

Luego estábamos Ingrid y yo; a años luz de alcanzar ese control propio y perfección.

Esta última volteó los ojos y respiró hondo, no importa cuánto lo intente, Ingrid es reacia a las confrontaciones verbales.

—Creo que ya estoy mayorcita para darle explicaciones a alguien sobre mi vida sexual—soltó con una ligera risa—. No te lo tomes a mal, Bu, pero creo que lo que criticas es exactamente lo que te hace falta justo ahora.

El rostro de Bonnie fue como chuparse un limón.

—No soy afecta a las enfermedades sexuales.

Pero mi pelirroja amiga ni se inmutó. Ella era solo sonrisas y jugueteos, pensaba —y realmente lo hacía— que podría cambiar el mundo con amor y buenas intenciones. Lo cual, tristemente, la convertiste en la chica más propensa a tropezar con imbéciles que se aprovechaban de su poca capacidad para concentrarse y ver lo obvio ante sus ojos.

Disfrutaba abiertamente de su sexualidades, pero muchas veces volvía con el corazón roto. Por ende, Bonnie no podía evitar tratar de protegerla y enseñarle—inútilmente— a abrir esos preciosos ojos verdes para ver con malicia y acertar.

Casi cuatro años de una solía amistad y aún no estaba mi cerca de lograr avances en ella.

—Pues yo tampoco, al parecer, puesto que jamás he tenido alguna.— Ingrid perforó su rostro con indignación:—Dime algo, Bu; ¿eres tan inteligente y aún así no sabes cómo funciona un condón?

—No seas tonta.

—Yo no soy tonta, —respondió— soy más divertida que tú.

Bonnie bufó cruzándose de brazos.

—Solo conoces un tipo de diversión, entonces.

—Y ojalá tu conocieras alguna.

Sonreí:—Un trago por eso, cariño.

Guiñé mi ojo en dirección a Bonnie y esta terminó por negar con la cabeza y alzar su cerveza. Si no intervenía aquella no discusión se extendería por el resto de la noche.

Ambas entendieron la indirecta.

Pero no había deslizado muy bien el trago por mi garganta cuando Ingrid codeó mi costado con picardía.

—Un pájaro me contó que pescaste algo ayer por la noche.—Dijo de forma sugerente e infantil.

Indudablemente.

Ellas me habían visto andar al rededor de aquel castaño por semanas. Yo no era tan osada como Ingrid, me tomaba tiempo y mucha determinación; sabía qué quería, cómo y en qué momento. Y no era que lo convertía en un deporte cada noche o fin de semana, pero era divertido distraerme y sentirme deseada.

De la forma correcta, supongo.

—¿Un pájaro?—preguntó Bonnie con sorna— Existen aproximadamente un millón de metáforas literarias y tu, Ingrid, tienes un don para dar con todas aquellas que el común denominador odiamos.

La pelirroja chasqueó la lengua y la ignoró. Su mirada traviesa seguía fija en mi dirección.

—Debieron haberlo visto,—les conté conteniendo la sonrisa. Tenía marcas corporales y recuerdos lúcidos de esa noche— fue mejor de lo que pensaba.

Ingrid aplaudió y soltó un sonido de emoción muy efusivo.

—¡Oh por dios!—continuó—¿Sabes lo que eso significa?

Que había una alta posibilidad en que continuara tonteando con él.

—Estoy segura de que Autumn y yo si,—se adelantó Bonnie—la verdadera pregunta es si tu lo sabes, pequeño arcoíris ninfómano.

Y dejándome sorprendida pues sucedía muy pocas veces, Ingrid giró y la miró tan furiosamente como sus brillantes iris le permitían. Suspiré echándome hacia atrás en la silla, aquello se iba a poner algo turbio.

—¿Detente, está bien?—pidió entre dientes— No se si lo recuerdas, pero somos un mismo equipo, Bu. Si yo soy zorra, tu también lo eres por asociación. Así que te recomiendo no luchar en contra de tu naturaleza y entregarte a la diversión de tener un pene entre...

—¡Ingrid!—Solté de pronto. Sus mejillas se habían tornado rosadas y se encontraban fijos y sin miedo sobre una Bonnie afectada. No sabía cuánta razón tendría Ingrid en aquello, pero era un secreto para nadie el estilo de vida que adoptó llevar hace algún tiempo.

Ser sus amigas nos expuso al ojo público de alguna forma. A mi, personalmente, no me importaba. Pero implantar la duda en el cerebro de Bonnie sobre su inmaculada e inflexible imagen no la dejaría dormir por semanas.

No escuché la réplica de Bonnie debido al sonido que provocando algunas cervezas a caer y romperse contra el suelo. Alan respiró hondamente en dirección al nuevo mesonero en periodo de entrenamiento.

Bajo sus ojos se coloreaban profundas marcas moradas, las ojeras habían convertido su rostro en el marco perfecto de sus glaciales ojos. Si su intensión era lucir perturbado, pues lo había logrado con sumo éxito. Ni siquiera las chicas más arriesgadas —y fetichistas—sentían algún entusiasmo por ir detrás de él.

No pude dejar de observarlo.

En realidad, nunca había podido dejar de hacerlo.

Había pasado casi un mes desde aquel fatídico encuentro en su departamento y, desde entonces, fue como si yo nunca hubiera pasado por su vida.

Aunque para ser honestos, Alan siempre fingía que yo no andaba a su alrededor. Ninguna, ni una sola vez, giró su rostro en mi dirección por cuenta propia.

Pero mi insaciable curiosidad por saber de él se afincaba con nada nuevo detalle de su rostro. Porque era eso; insaciable curiosidad por descubrir cómo —a medida que se deterioraba— seguía luciendo inmarcesible ante el mundo. Caminaba como si sus huesos no dolieran y como si los ojos no se le cerraran solos en el transcurso de la madrugada.

La primera vez que sentía su presencia noté, de forma inmediata, que no era la clase de hombre que solía pescar mi atención. No era mi liga, ni mi gusto, ni me conveniencia. Pero ese día solo pude observarlo en silencio hasta que dio con mi mirada.

Sacó el aire de mis pulmones en ese instante.

Sus ojos, esos ojos eran —quizás— la prueba tangible de la oscuridad humana. Desde entonces lo miraba, a distancia, pero siempre a su alcance.

Estudiaba su aspecto desprolijo, su expresiones de hastío y el torcimiento de su boca en sonrisas de dudosas intenciones. Seguía sintiendo un fuerte impulso por acercarme y sujetar los espesos rizos rubios entre mis dedos, fantaseaba a veces con suavizar las lineas furiosas de su frente y, aún peor, por saber si era capaz de reírse de una forma que no se escuchara macabra.

El ruido de mi celular sobresaltó mi cuerpo.

Respiré alejándome de la mesa luego de advertirles a Bonnie e Ingrid que volvería y esperaba conseguirlas completas en ella.

Una vez la brisa gélida de aquella noche de octubre impactó sobre mi cuerpo, vi el identificador de llamadas y temblé sin inhibiciones.

Gibrán.

El inconfundible sentimiento de vértigo y asco colisionó en mi garganta. Contuve la respiración con los ojos fuertemente cerrados cuando acerqué el celular a mi oído en un torpe intento por controlar el temblor de manos y contesté:

—¿H-ola?—Titubé maldiciendo en mi mente. No podía dejarle entrever cuán nerviosa me sentía. Eso habría despertado la fascinación en él.

Pero, en lugar de aquel familiar y ronco sonido —que con los años había empezado a asociar con el rostro de la maldad—, una voz cantarina y juvenil me respondió al otro lado del auricular.

¿Jojo, eres tú?—Me preguntó Gia. Solté el aire retenido en mis pulmones con auténtico alivio.

—Si, princesa.—respondí sintiendo algo de calma en mi interior— ¿Sucede algo?

Al fondo se escuchaban ruidos de platos y cubiertos.

Nada importante, solo otra aburrida cena de gente grande.—Respondió en un suspiro— Pensé que estarías aquí conmigo. Gibrán me dijo que te vio en el club anoche, iba a traerte a casa pero desapareciste.

Los músculos de mi cuerpo volvieron a agarrotarse. Yo también lo había visto, justo cuando estaba por dirigirme a la barra; alto, confiado y con su sádica sonrisa observándome desde uno de los apartados.

Salí antes de darle tiempo para alcanzarme.

—Una de mis amigas se puso pesada y nos fuimos—excusé, él jamás iba a contradecirme con Gia—, es una pena que no hayamos cenado juntas.

¡Absolutamente!—chilló.

—¿Qué te parece si mañana paso por ti a la salida de la escuela?—Le propuse.—Podría llevarte a comer y después a la librería.

No pude verla, pero estaba seguro que había comenzado a saltar inapropiadamente en la cena de gente grande. Gia era la niña de doce años más hiperactiva, madura y cariñosa del mundo. Reí, haría cualquier cosa por ella.

¡Jojo, eres increíble!—soltó—¡Le diré a Gibrán ahora mismo! ¿De acuerdo? ¡nos vemos mañana!

Colgó antes de despedirme.

Miré con melancolía la llamada finalizada. Daría mucho más de lo que soy por que Gia siguiera creciendo de esa forma; sana y feliz.

Siempre ignorante a lo que sucede a su alrededor.

Abrigué mi cuerpo en un inútil intento por darme consuelo y suspiré. Me proponía a entrar de vuelta al club cuando un cuerpo chocó contra el mío y me sostuvo antes decaer.

El chico frente a mi arrugó el ceño y me observó de arriba abajo como si fuera la primera vez que reparaba en mi presencia en toda la noche, volví a temblar:— Deberías ver por dónde caminas, Autumn.

Me soltó como si mi cuerpo creara alguna reacción alérgica en sus callosas manos y se hizo a un lado para dejarme entrar. Lo cual fue maravillo tomando en cuenta que justo ahora estaba reacia al contacto humana, sin importar de quién viniera.

Bufé:—No me digas qué hacer, Alan.

Y entré a retomar la pelea entre mis dos únicas —e irritantes— amigas.


Aquí les presento a mi Alan Roy:

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Luke Hemmings

Leer previamente a este capítulo...
Jardín de Amapolas — Capítulo I: Una Llamada



Infinitas gracias por leerme.
Siempre será un placer para mi ser leída por ustedes.
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Besos.

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